16 de mayo de 2017

Trovador



Se giró al escuchar el grito. Don Joaquín estaba cruzando el paso de peatones que llevaba hacia el otro lado de la avenida cuando ese grito le estremeció. Una señora se encontraba con las manos tapándose la boca, en su rostro podía reconocerse una mueca de pánico. Un perro corría sin dueño por el paso de cebra con el pelaje al viento. Una correa ondeaba en el aire.
A la memoria de don Joaquín se agolparon una amalgama de recuerdos, recuerdos que pese haber trascurrido hacía demasiado tiempo, todavía perduraban latentes en su interior.
Dicen que la memoria de las personas ancianas se asemeja a un vaso de agua, el cual se va colmando de recuerdos llegando un momento en que ese vaso está lleno a rebosar y no es capaz de acoger más remembranzas, desechándolas al momento al verter éste por fuera. De ahí que nuestros abuelos, rememoren perfectamente historias vividas en su pasado más lejano, como sus años de juventud, sus primeros amores, el nacimiento de sus hijos, su sufrimiento durante los años de la posguerra, sin embargo no logren recordar las situaciones más recientes.
A su memoria acudió la imagen de Trovador, el perro que le había acompañado durante tantos años. Se trataba de un perro pastor, o “can de palleiro” como se dice en Galicia, de aspecto alobado y pelaje de color gris plateado. Recuerda que cuando era un cachorro el perro le miraba fijamente y emitía pequeños ladridos como intentando comunicarse con él, semejaban ladridos armónicos que recitaban palabras como si fuese un antiguo poeta medieval, que a él iban dirigidas y que con solo mirarle, don Joaquín entendía perfectamente lo que quería comunicarle, de ahí su nombre de  Trovador.
Trovador le acompañaba a todas partes, él llamaba por el perro “Trovador ven” y el perro entendiendo su nombre acudía veloz a su encuentro dispuesto a escoltarle a donde quiera que fuese. En las tardes de verano don Joaquín gustaba de sentarse a la sombra de la higuera a leer a los viejos clásicos de la literatura, a su lado siempre se encontraba su amigo inseparable, compañero que si don Joaquín se quedaba dormido, le lamía la cara y los dedos avisándole de que se hacía tarde y era hora de regresar a casa. Juntos recorrieron todos los caminos y veredas del pueblo disfrutando simplemente de su compañía mutua.
Don Joaquín había enviudado al dar a luz Aurora, que así se llamaba su mujer. Ahora su hija, también de nombre Aurora, vivía en la ciudad con su marido y sus hijos. Al principio las visitas eran muy frecuentes pero con el tiempo, éstas se fueron distanciando en el tiempo, hasta visitarle únicamente una semana en verano. Don Joaquín sólo tenía a Trovador y Trovador sólo le tenía a él. Al poco de Aurora irse a vivir con su marido, don Joaquín acudió un día a casa de don Ignacio, a ayudarle a podar una parra. Una vez terminada la jornada se dirigieron al almacén a dejar las herramientas de trabajo, allí se encontraron con Rosalía la perra de su vecino que había parido y traído al mundo a un perrito. Don Joaquín se acercó a acariciar al cachorro y este dando pequeños brincos se introdujo en el interior de la chaqueta de don Joaquín, permaneciendo inmóvil en la calidez de su regazo. Semejaba como si el pequeño animal hubiese intuido la personalidad de aquel extraño, reconociendo y escogiendo al instante al que sería su amo.
Con el transcurso de los años, ambos fueron haciéndose mayores. Una tarde soleada don Joaquín como tantas otras veces se había quedado dormido a la sombra de la higuera, sin embargo ese día Trovador no lo había despertado como de costumbre. Al despertarse, el perro reposaba a su lado, inmóvil. Don Joaquín comprendió que a partir de aquel momento sus caminos se acababan de separar, decidiendo Trovador poner fin a sus días, a su lado, en el lugar donde tantas otras veces habían compartido aquellas tardes veraniegas.
Es curioso cómo a pesar de relacionarse durante años con personas, en ciertas ocasiones algunas no resultan ser como creemos que son, se demuestra que no son como les vemos o queremos ver, y solamente son una sombra de lo que son por dentro y que se manifiesta exteriormente. Sin embargo nada de eso ocurrió con Trovador del que don Joaquín siempre recibió amistad, amor y fidelidad.
   

15 de febrero de 2017

La viuda fantasma



Después de un duro año de trabajo, por fin cumpliría mi deseo de viajar a Tailandia. Había alquilado una casita en el pueblo de Tha Sawang. Me había sorprendido su escaso precio, pero ¿qué malo podría tener? Se trataba de una casa en perfecto estado, no había nada por lo que preocuparse.

Aterricé en el aeropuerto de Surin y tomé un taxi en la entrada. Tras comunicarle la dirección a un conductor con dientes de roedor, éste me miró extrañado a través del espejo retrovisor. “Está seguro que quiere ir a ese pueblo” me preguntó, asentí con la cabeza. El taxista pronunció algo ininteligible y nos pusimos en marcha. En la radio se escuchaba un tango. En apenas veinte minutos llegamos al pueblo. El taxi me dejó enfrente de la vivienda que había alquilado, la número doce. Aboné la carrera y descendí del vehículo. Tras coger la maleta, el taxista abrió la ventanilla y se dirigió a mi “cuídese mucho, este pueblo guarda un oscuro secreto”.

Apostado a la entrada, permanecí absorto reflexionando sobre aquellas palabras. Una espesa bruma confería al lugar una apariencia espectral. Receloso, eché un vistazo alrededor. Era un pueblo pequeño que apenas contaba con una decena de viviendas. Algo me llamó poderosamente la atención, todas ellas tenían en la fachada una camisa roja sujetada en un palo. Cuando me disponía a dirigirme hacia la casa advertí que algo me tocaba la espalda, sobresaltado, giré sobre mí mismo y me topé con un lugareño que señalaba con el dedo índice hacia la vivienda, pronunciaba continuamente las palabras pee mae mai, pude percibir el miedo a través de su mirada rasgada.

Amedrentado, ascendí la escalera que llevaban a la puerta. Recogí la llave, que tal y como habían indicado se encontraría bajo el felpudo y me adentré en su interior. Sobre una mesa observé un cuenco en el que se encontraban diversas piezas de fruta: un rambután, una papaya, una naranja y un lychee. Una camisa roja reposaba sobre el respaldo de una de las sillas. Una nota acomodada sobre el frutero rezaba “Regalo de bienvenida. Use la camisa como talismán”.

Tras leer la misiva, una amalgama de preguntas se amontonaron en mi mente ¿Qué significaría pee mae mai? ¿Por qué todas las casas tienen esa camisa roja? ¿Por qué debería usarla como de talismán? Todo aquello me resultaba muy extraño y comenzaba a aflorar en mi interior una sensación de desasosiego. En ese pueblo ocurría algo perturbador. Sacudí la cabeza expulsando de mi cerebro macabras ideas y, cansado, me dirigí hacia el dormitorio. La madera del suelo crujía bajo mis pies emitiendo gemidos quejumbrosos a cada paso. Empujé la puerta del cuarto que me recibió con un chirriante quejido metálico y me tendí sobre la cama. Tras intentar dormir sin éxito, extraje de la maleta un frasco que contenía pastillas para dormir. Ingerí una y me acosté nuevamente. Al rato me sumergí en un estado de aletargamiento. Sumido en aquel estado de semiinconsciencia percibía un extraño sonido. Un murmullo de voces que semejaban provenir de algún sitio muy lejano. De repente, percibí un peso en el pecho, como si algo se me hubiera posado encima. Entreabrí los pesados párpados y sobre mi cuerpo, a horcajadas, divisé la imagen una mujer. Su cabello negro velaba su rostro permitiendo divisar tan solo unos ojos de color amarillento. Una mano de uñas largas y afiladas se posó sobre mi boca. En uno de sus dedos podía observarse una alianza. Una sensación de paz se apoderó de mí y embelesado por aquella tranquilidad me dejé guiar hacia una negrura abismal. 

A la mañana siguiente en el Bangkok Post apareció la siguiente noticia:
“Viuda fantasma atemoriza a pueblo en Tailandia”.
“Según los aldeanos de un pequeño pueblo al noreste de Tailandia están siendo objeto de ataques paranormales de quien ellos llaman “la viuda fantasma”. Según afirman, sólo se cobra la vida de los hombres sanos y ya se han sucedido al menos diez muertes.
Los lugareños contrataron los servicios de una médium para poder hacer frente a los extraños fenómenos que traen consigo la muerte de personas completamente sanas. La médium contratada recomendó a todos los aldeanos que colgaran una camisa roja en el exterior de sus residencias para repeler al espíritu maligno. Además la médium dijo que la “viuda fantasma” o “pee mae mai (como se conoce en tailandés al síndrome de la muerte súbita inesperada)”, era la responsable de las misteriosas muertes y que se llevaría a más almas.”

7 de marzo de 2016

El hallazgo


José Lamela era un hombre solitario. Tenía sesenta y ocho años, pero debido a su aspecto descuidado y poco aseado aparentaba una edad mayor. A pesar de todo, debido a su carácter afable y amistoso, los vecinos le tenían en gran estima. Como cada día, a primera hora de la mañana, se dirigía a casa de doña Consuelo donde realizaba labores de jardinero. Desde que se había jubilado, las labores de jardinero constituían su única fuente de ingresos aparte de su escasa pensión.

Doña Consuelo poseía una vivienda de planta baja enclavada en medio de una enorme finca. La finca estaba poblada de las más variadas clases de árboles y arbustos así como de numerosos géneros diferentes de plantas. Todo ello, necesitaba de cuidado y atención. Mientras vivía su marido, era éste el que se encargaba de las labores de floricultura, pero desde su fallecimiento, el cuidado del jardín se había abandonado. Por ello, había decidido contar con los servicios de José.

Aquel era un día soleado de lunes. Las tareas de jardinería le otorgaban a José un momento de paz y tranquilidad. A la vez, le proporcionaba el ejercicio físico necesario para desoxidar sus huesos ya fatigados y castigados por los años. Pasaba ya del mediodía cuando terminó su tarea. Guardó los aperos y se encaminó hacia su casa. Apenas había caminado unos metros cuando pasó por delante de una nave en la que solían trabajar unos jóvenes del pueblo. Era habitual verlos allí todas las tardes entregados a sus labores de mecánica, reparando un viejo coche con el que solían participar en carreras de rally que se organizaban en las comarcas limítrofes.

El recinto medía unos treinta metros de largo por cinco de ancho. La puerta de entrada la conformaba un enorme portal de corredera. Le llamó la atención que  estuviese entreabierto. Como era habitual que los muchachos se encontraran por la tarde en el lugar, ver el portón sin cerrar a aquella hora de la mañana le llamó seriamente la atención. Ante tal circunstancia, decidió acercarse a echar un vistazo.

Para llegar a la entrada había que recorrer una pequeña pendiente. Una vez caminado el repecho, José se detuvo a tomar aliento y masajear sus doloridos músculos. Se situó delante de la puerta y agarrando el asa de ésta, la desplazó hacia su derecha de forma que le permitiera el hueco necesario para poder acceder al interior. Estaba a oscuras, apenas se veía nada. Un fuerte hedor le impregnó. Era una pestilencia como a podredumbre, putrefacción  o descomposición. Con la mano derecha buscó en la pared un interruptor con el que poder accionar la luz. Después de palpar a tientas logró encontrarlo. Tres barras luminosas parpadearon repetidas veces hasta que lograron encenderse por completo dotando de visibilidad a lo que antes era un tenebroso taller.

-¡Hola! ¿Hay alguien? –preguntó.

Su voz resonó en el interior sin que nadie respondiese a su pregunta. Realizó un repaso visual al lugar. En el centro de la nave se encontraba un viejo Seat Panda pintado de un llamativo color amarillo. Como ornamentación constaba de numerosos adhesivos de establecimientos comerciales que se le hacían vagamente familiares. Las paredes estaban pintadas de blanco. De las mismas pendían unos paneles metálicos de los que colgaban de forma alineada numerosas y diversas herramientas. Justo debajo de los paneles, dos bidones azules permanecían inmóviles, vigilantes. Contenían restos de aceite usado. Le sorprendió lo bien que estaba colocado todo. Al fondo del taller, a mano derecha, había un pequeño cubículo cerrado. Se trataba de un reducido set metálico de forma cuadrangular que se destinaba como oficina. Constaba de un amplio ventanal. Unas persianas de papel impedían ver el interior. Sin  más dilación se dirigió hasta allí. A medida que avanzaba por el taller, el hedor se hacía más persistente e inaguantable. Intentó abrir la puerta. Algo impedía que ésta se desplazara hacia adentro. Algún objeto pesado. Vaciló un instante y empujó con más fuerza de forma decidida. La puerta cedió y se abrió completamente. Lo que observó le dejó aterrado. En el interior de la oficina se encontraba el cuerpo inerte de un hombre tendido sobre un enorme charco de sangre. El fiambre, vestido con un elegante traje azul marino se encontraba con la cabeza totalmente irreconocible, así mismo, reposaba a su lado, en el suelo, lo que parecía ser una lengua. José salió despavorido del lugar sin mirar atrás.

12 de enero de 2016

El último beso



Debido al fallecimiento de mi esposa, había solicitado un traslado en mi trabajo. Me habían destinado a un pueblo remoto del rural gallego situado en la provincia de Lugo. Beatriz había fallecido hacía unos meses en un accidente de tráfico, su cuerpo había caído al río y nunca había aparecido su cuerpo.

El trayecto hasta el pueblo se hizo más lento y pesado de lo que en un principio había contado. Para llegar me había visto obligado a recorrer una agosta carretera rodeada de un espeso bosque. Llovía con fuerza y una densa niebla lo cubría todo. Apenas se divisaba nada. Cuando arribé a la aldea, ya había anochecido. Una señal desvencijada y forrada de musgo me dio la bienvenida. El pueblo apenas emitía señales de vida. Todas las casas estaban abandonadas y la maleza campaba a sus anchas por doquier. Semejaba deshabitado. Una profunda bruma inundada el lugar confiriéndole un aspecto espectral. Todo permanecía inactivo, no se atisbaba movimiento alguno produciendo todo ello cierta sensación de congoja. Comencé a percibir en mi interior una leve inquietud. Me vinieron a la mente las palabras del escritor Andrés Trapiello: “La eternidad gallega, es negra y es profunda, metafísica, donde esperan los muertos”. Un escalofrió recorrió todo mi cuerpo.

Descendí del coche y bajé la maleta. Después de inspeccionar la casa y cenar, me fui a descansar. El viaje me había dejado exhausto. Cuando llevaba unas horas durmiendo comencé a sentir una sensación como si alguien me observara. Me desperté. A través de la ventana pude observar que la lluvia arreciaba con fuerza. Intenté volver a dormirme. De pronto empezó a resonar el cristal de la ventana del dormitorio. Era un ruido sordo, como si golpeasen con los nudillos. Al momento me convencí que debería ser la lluvia impactando contra los mismos. El sonido se hizo cada vez más fuerte hasta el punto que parecía que el vidrio se iba a romper en añicos en cualquier momento. Me erguí sobresaltado. Me dirigí hacia la ventana, y al instante ésta dejo de retumbar. “Qué raro” pensé. Aquel inquietante estruendo había conseguido desvelarme. Cogí un libro de la maleta, intentaría leer un rato. Apenas llevaba dos páginas leídas cuando lo que comenzó a repiquetear fue una puerta. Al principio pensé que sería el viento o la lluvia nuevamente. Agucé el oído. Aquel  ruido no parecía estar ocasionado por el temporal,  más bien semejaba que alguien intentaba abrir la puerta para acceder al interior. Empecé a sentir miedo. “Qué demonios sucedía en aquella casa”. En mi mente se amontonaban imágenes de películas de terror cuyas casas estaban habitadas por fantasmas. Encendí la luz y descendí las escaleras que conducían a la entrada. Miré por la mirilla, tan sólo se observaba oscuridad. De pronto la manija comenzó a moverse lentamente emitiendo un turbador quejido metálico. Ahora el pánico se había apoderado de mí. Me quedé petrificado. Se abrió la puerta. Nadie apareció tras ella. Asomé la cabeza, la intensa lluvia me escupió en la cara. Miré a todos lados, pero no aprecié nada. Presa del miedo cerré de un sonoro portazo.  

Me dirigí de nuevo a la habitación. El temporal parecía hacerse notar cada vez más. Las luces comenzaron a parpadear hasta que, cuando ya casi me encontraba en la puerta del dormitorio, todas las luces se apagaron. La casa se quedó a oscuras y yo allí en medio de aquella tenebrosidad. La lluvia seguía golpeando contra las ventanas. Comencé a temblar. La sensación de desasosiego seguía latente en mi cuerpo, mi respiración se hacía cada vez más fuerte. Entré en el cuarto. Tanteé a ciegas por la pared de la estancia para dar con el interruptor para comprobar si por casualidad se encendía la luz. Al llegar al interruptor emití un alarido de terror. ¡En el interruptor había otra mano! ¡Había tocado la mano de otra persona! “Quien está ahí, grité con espanto”. Solté puñetazos al aire intentando atizar al intruso que había en la habitación. De pronto una mano se posó sobre mi mejilla y comenzó a acariciarme la cara. Eran unas caricias que transmitían un calor y una ternura que me resultaban familiares. De inmediato reconocí su perfume. Era Beatriz, mi Beatriz. Me guió hasta la cama, me abrazó con fuerza y me besó. Me quedé dormido abrazando su cuerpo al que tantas veces había estrechado por las noches. Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Por fin había podido despedirme de ella. Para cuando me desperté, ya se había ido.

16 de diciembre de 2015

El paseo de Balbino



Balbino era profesor de la escuela de Escairón. Hacía nueve años que se había casado con Elvira, la mujer más hermosa de todo el Ayuntamiento de O Saviñao, lo que había despertado enorme resentimiento y envidia en los múltiples pretendientes que por aquel entonces tenía la bella Elvira, uno de ellos Severino Losada, hijo del Alcalde.

Transcurría el mes de septiembre de 1936. Balbino se encontraba comiendo con su mujer y su hijo de tres años Moncho, en su casa de Escairón cuando de pronto unos golpes en la puerta trastocaron la tranquilidad del hogar. Los impactos en la puerta eran fuertes y sordos. “Abrid la puerta” gritaban. Los porrazos en la puerta se sucedían. Los vecinos de las casas colindantes se asomaban a las ventanas de sus casas para ver qué sucedía. Balbino se levantó y abrió la puerta. Tras ella se encontró con  una cuadrilla de cuatro hombres. De sus hombros colgaban escopetas de caza. De los hombres que conformaban la brigada sólo un rostro le resultó familiar. Era el de Severino Losada. “Buenas noches Balbino venimos a dar contigo un paseo” dijo emitiendo una sonora carcajada.

En ese instante Elvira comenzó a gritar y a llorar desconsoladamente abrazando a su marido con fuerza negando una y otra vez “no, no, no”. Moncho no entendía nada, miraba a su madre desconcertado ¿que podía tener de malo que Severino quisiera dar un paseo con su padre?

Un miembro de la brigada se adelantó para atarlo con una soga. Balbino se revolvió procurando que no lo prendiesen. Elvira soltaba puñetazos y patadas intentando lo mismo mientras las lágrimas le resbalaban por sus mejillas. Su mirada era fiel espejo de la rabia y la impotencia. El pequeño Moncho también comenzó a llorar. De pronto Severino infligió una enorme bofetada a la mujer que la hizo caer. Al mismo tiempo, atizó a Balbino en la cabeza con la culata de la escopeta. Éste cayó inconsciente. Lo ataron de pies y manos y asieron una soga a un caballo que traían consigo. La cuadrilla se fue del lugar con apariencia triunfal arrastrando a Balbino por el suelo del empedrado de Escairón a la vista de todos los vecinos. Lo llevaron arrastras hasta el bosque de Abuime. Lo arrojaron al abrigo del dolmen. Continuaba atado de pies y manos. Cogieron agua de la pila de los moros situada en el lateral de éste y lo despertaron. Balbino tenía la piel llena de arañazos, sangraba profusamente por la herida que le había provocado el impacto de la culata y le dolía enormemente la cabeza. Con un grito Severino ordenó a los demás que los dejaran solos. Éstos obedecieron, cogieron sus escopetas y el caballo y abandonaron el lugar.

Después de tantos años por fin llevaría a cabo su venganza ¿Cómo era posible que Elvira hubiera escogido e ese profesor del tres al cuarto, y no a él, al hijo del alcalde, rico y con tierras? No lograba entenderlo. Severino cegado por el odio y una rabia infinita le propinó un puñetazo en la cara. Le siguió una patada en el estómago y luego otra en la cabeza. Balbino se estremecía con cada golpe y temía al siguiente. Era consciente de su debilidad, no podía de protegerse tal y como estaba atado, lo único que podía hacer era cerrar los ojos y dejar que la paliza siguiera su curso.

Severino esperó a que Balbino cogiera algo de aire y le introdujo la cabeza en la pila. Balbino intentaba zafarse pero Severino lo sujetaba con fuerza.  El agua le penetraba por la boca y la nariz. Agitaba afanosamente la cabeza pero lo único que lograba era que aquel animal le hundiese la cabeza con más fuerza aumentando aún más la sensación de ahogo. Severino cesó, le levantó la cabeza. Balbino expulsó toda el agua que tenía dentro, boqueaba procurando obtener algo de oxígeno. La maniobra se repitió una y otra vez. Balbino no sabía cuánto tempo duraba ya su tormento, lo único que podía percibir era que se le escapaba la vida y era incapaz de retenerla. La agonía parecía eterna y en un momento ya sin fuerzas, dejó de luchar.

Tras varios días de búsqueda, encontraron a Balbino. Yacía en la cuneta de un camino víctima de la injusticia y el sinsentido, de la barbarie en su grado más superlativo, así como de la conveniencia de la situación de un país fracturado por los ideales políticos.